Hay una sensación compartida en los despachos de dirección: la del vértigo de mirar hacia delante y no tener claro qué terreno se pisa. Hace veinte años, un plan estratégico era casi una promesa de estabilidad: un documento a cinco años, con objetivos claros y acciones detalladas. Hoy, ese mismo plan puede caducar en cuestión de meses.
Repensar la estrategia: por qué la agilidad define el futuro de los negocios
Advertorial


FB
Flor Barone
Business Review (Núm. 359) · Estrategia · Octubre 2025

La pandemia hizo saltar por los aires planes de expansión y proyecciones financieras que parecían sólidas. Las tensiones geopolíticas rompieron cadenas de suministro construidas durante décadas. La irrupción de la inteligencia artificial generativa puso en cuestión modelos de negocio que se creían intocables. El entorno nos recuerda que no hay terreno firme, sino arenas movedizas que obligan a replantear continuamente cómo competir, crecer y perdurar.
En este contexto, la pregunta no es si necesitamos estrategia. La verdadera cuestión es qué tipo de estrategia necesitamos. Lo que ya no sirve es seguir entendiéndola como un documento estático, rígido y desconectado de la realidad.
El viejo modelo nos daba la ilusión de control. Proyectábamos escenarios, dibujábamos planes y confiábamos en que, si ejecutábamos al pie de la letra, alcanzaríamos lo previsto. Ese juego se sostenía en la estabilidad del entorno. Hoy el tablero se mueve cada día. La estrategia que parte de “predecir el futuro” se convierte en trampa. Porque, ¿cómo anticipar con exactitud lo que ocurrirá dentro de tres años si ni siquiera sabemos cómo cerrará el próximo trimestre? Esa es la paradoja del liderazgo actual: necesitamos estrategia más que nunca, pero no podemos sostenerla con los moldes del pasado.
Lo más peligroso de los modelos tradicionales no es solo que queden obsoletos rápido, sino que generan rigidez. Hacen que las organizaciones se aferren a planes que ya no tienen sentido, por el simple hecho de que “eso fue lo aprobado en el comité”. Y esa rigidez, en un mundo incierto, equivale a perder competitividad. Mientras unos se empeñan en ejecutar lo planificado, otros se adelantan porque escuchan antes, aprenden más rápido y reorientan recursos hacia lo que importa.
No es esta la pregunta que deberían hacerse los líderes: “¿Estamos siguiendo el plan?”, sino: “¿Estamos generando valor real con lo que hacemos ahora?”.
Agilidad estratégica: revisar, aprender y evolucionar
La primera reacción de muchos directivos ante un entorno tan cambiante es apretar el paso. “Corramos más, produzcamos más, hagamos más”. Pero la agilidad estratégica no va de correr. La clave es saber hacia dónde merece la pena correr y hacia dónde no. No es acelerar, es enfocar.
La agilidad estratégica consiste en entender que la estrategia ya no puede ser un documento inamovible, sino un sistema vivo. Un sistema que se piensa, se revisa y se ajusta de manera continua. No se trata de improvisar ni de vivir en el caos; se trata de mantener un rumbo claro y, al mismo tiempo, tener la flexibilidad de virar cuando la corriente cambia.
Imaginemos la estrategia como una brújula en lugar de un mapa. El mapa pretende dibujar todos los caminos de antemano, pero cuando el terreno cambia deja de servir. La brújula, en cambio, recuerda siempre cuál es el norte, aunque el paisaje se transforme. La agilidad estratégica es esa brújula: nos orienta sin encadenarnos a un único recorrido.
Aplicarla significa hacerse preguntas incómodas con frecuencia. Ya no basta con revisar el plan una vez al año. La estrategia se convierte en conversación constante: ¿lo que hacemos sigue teniendo sentido?, ¿aporta valor real?, ¿es lo más relevante ahora?
Cuando las respuestas no encajan, la agilidad invita a ajustar sin dramatismos. Aceptar que una decisión válida hace seis meses puede haber perdido vigencia hoy. Y que cambiar de rumbo a tiempo no es un fracaso, sino una muestra de inteligencia. También implica aprender más deprisa. En lugar de embarcarse en proyectos que tardan años en dar frutos, se prueba en pequeño, se observan resultados y se corrige rápido. Fallar pronto y barato es mucho mejor que acertar tarde y caro.
La agilidad estratégica exige, además, conversaciones que crucen la organización. Se rompe la lógica de los silos, donde cada departamento defendía su plan como un feudo. Ahora, el sentido lo da la visión compartida, y las decisiones se toman con la mirada puesta en el conjunto. La estrategia deja de ser una orden desde arriba y se convierte en un diálogo transversal.
El valor de adaptarse a un futuro volátil
Más que un método, la agilidad estratégica es un cambio de mentalidad. Requiere líderes que se atrevan a escuchar, a soltar el control absoluto y a confiar en sus equipos. Organizaciones que midan su éxito no por lo bien que cumplen un plan escrito, sino por su capacidad de adaptarse y seguir generando valor en medio de la incertidumbre.
No hablamos de moda, sino de supervivencia. Las empresas que insistan en planificar como si nada hubiera cambiado seguirán atrapadas en planes que se quedan viejos demasiado rápido. Las que se atrevan a vivir la estrategia como un proceso vivo estarán mucho mejor preparadas para afrontar un futuro volátil.
El camino hacia la agilidad estratégica no está libre de tropiezos. Uno de los más comunes es confundir velocidad con agilidad. Ir deprisa sin dirección es como remar con fuerza en un bote sin timón: cansa mucho, pero no lleva a ninguna parte.
También es frecuente caer en el silo estratégico, donde cada área defiende su propio plan sin conexión con la visión global. Esta fragmentación resta energía. Muchas compañías se equivocan al ejecutar sin escuchar. Lanzan proyectos porque “estaban previstos”, aunque los datos digan otra cosa. La agilidad exige humildad: aceptar que una idea que parecía buena ya no encaja y que detenerla a tiempo también es un éxito.
Si algo sabemos es que el futuro no será más estable. Será más cambiante. Y ahí está la oportunidad. Prosperarán las organizaciones que conviertan la incertidumbre en ventaja; las que entiendan que la estrategia no es un ritual anual, sino una conversación continua; las que logren aprender más rápido que su competencia.
La estrategia del futuro se parecerá menos a un manual cerrado y más a un viaje compartido donde se trazan direcciones, no rutas exactas, y se da margen para explorar, equivocarse y corregir. La agilidad estratégica no es un destino final, sino una práctica que se ejercita cada día. Implica aceptar que la incertidumbre forma parte del contexto y que lo relevante no es eliminarla, sino aprender a decidir en ella.
El punto de partida no requiere grandes transformaciones. Basta con revisar prioridades, dar foco y abrir espacios de conversación donde la estrategia se entienda como algo vivo. Ese es el verdadero cambio: pasar de ver la estrategia como un plan inmutable a tratarla como una disciplina en movimiento. Y las organizaciones que lo asuman estarán mejor preparadas para competir en un futuro que, nos guste o no, seguirá siendo volátil.
Flor Barone
Socia y gerente de Estrategia de Negocio en Improven ·
Artículos relacionados
Ideas innovadoras para 2004
HD